Por si faltaba algún elemento polémico más en relación con la crisis del Covid 19, esta semana el Tribunal Constitucional, con los ritmos que le corresponden en su meticuloso trabajo de revisión y análisis de los asuntos que se le encomiendan, ha declarado que el confinamiento domiciliario de hace año y cuatro meses fue una medida contraria a la Carta Magna y que para poder implantar una medida tan restrictiva de los derechos fundamentales lo correcto hubiese sido subir un escalón más de los tres que nuestra Constitución contempla para casos de especial emergencia y gravedad.

Estos estados, por orden de “intensidad”, son: el estado de alarma (que es el que se aplicó) el estado de excepción (que es el que el TC ha considerado que debería haberse utilizado) y el estado de sitio (el más extremo de los tres en cuanto a limitación de libertades).  

Los magistrados han dejado claro que no ponen en cuestión la pertinencia y proporcionalidad de las medidas sanitarias. Pero sí la herramienta jurídica mediante la que se adoptaron, que les parece; insuficiente para algo tan grave como que se nos prohibiera la libre movilidad.

Todas las democracias tienen resortes para suspender libertades en casos muy excepcionales, pero en todas se aprecia claramente la voluntad de que tales restricciones estén extraordinariamente medidas y sean en todo caso muy excepcionales. Al fin y al cabo, las democracias nacieron con posterioridad a alguna clase de tiranía y es normal que, conociendo cómo se las gastan los regímenes autoritarios, los legisladores democráticos traten de proteger los derechos cívicos con especial cuidado.

En España los estados de excepción fueron relativamente comunes en las últimas etapas del franquismo por lo que los redactores de la Constitución, que en algunos casos habían sufrido en sus carnes las consecuencias de aquellos momentos de supresión de derechos, fueron muy cuidadosos en la redacción de estos tres estados para evitar que fuesen utilizados contra la propia democracia.

El texto constitucional (art. 116) gradúa las condiciones y exigencias para cada uno de los estados y remitió su regulación a una ley del máximo rango posible, que se aprobaría tres años después (la L.O. 4/1981 de 1 de junio).

Las diferencias en cuanto al procedimiento son las siguientes:

El estado de alarma lo declara el Gobierno por decreto, da cuenta al Congreso de los Diputados y solo puede prolongarse más de los primeros quince días si media autorización expresa de la cámara, que a partir de entonces establece las condiciones y plazos.

El estado de excepción lo declara también el Gobierno mediante decreto, pero precisa la previa autorización del Congreso de los Diputados. No puede exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo igual y con los mismos requisitos.

El estado de sitio ha de solicitarlo el Gobierno al Congreso de los Diputados que es quien únicamente puede proclamarlo y siempre es necesaria mayoría absoluta

La polémica está, sin duda, servida, no solo porque será un asunto central en la discusión política de los próximos días sino también porque hubo multas cuya validez queda ahora en entredicho, lo que augura que el asunto se prolongará en el tiempo, tal vez más que la propia pandemia, una circunstancia muy diferente a las de peligro político que sin duda era lo que más temía el legislador cuando se redactaron los tres estados excepcionales que contempla nuestra Constitución.