Cuando el 5 de marzo pasado se publicó en el BOE el decreto de disolución de las Cortes, decayeron al instante 302 iniciativas legislativas que estaban en distintas fases de sus trámites parlamentarios. Entre ellas las había de gran calado político y social, como la llamada tasa Google o el plan de transición energética. ¿A qué se debe que tantas iniciativas se hayan quedado en el tintero? En parte, al abrupto fin de la legislatura tras el rechazo del Congreso a los Presupuestos Generales del Estado; también a la precaria mayoría de los dos gobiernos que hemos tenido, el de Mariano Rajoy y el de Pedro Sánchez; otro factor importante ha sido que la Mesa del Congreso haya estado controlada por PP y Ciudadanos, que han dilatado los plazos de muchas iniciativas impulsadas por el Gobierno socialista o por sus socios. Desde luego, esta ha sido una legislatura muy atípica.

Y parece que lo va a seguir siendo a juzgar por la decisión de Pedro Sánchez de continuar con su agenda política recurriendo para ello al real decreto ley y a la posterior convalidación en la Diputación Permanente. Mucho se está hablando sobre la legalidad y conveniencia de este procedimiento. Pablo Casado recurrió ante la Junta Electoral Central, pero este organismo no puede invalidar los decretos, sólo puede valorar la forma en que se comunican para evitar que se aproveche la ventaja institucional en la campaña. Sobre la urgencia que, teóricamente, debe existir para recurrir al real decreto, lo cierto es que los tribunales han aplicado un criterio laxo dando un margen de acción que han aprovechado, en mayor o menor medida, todos los gobiernos. Lo cierto es que este asunto recuerda al socorrido escándalo del capitán Renault en Casablanca: “he sabido que aquí se juega”. Todos los gobiernos han jugado la carta legislativa para ganar votos y todos han recurrido al real decreto cuando les ha convenido.

Más allá de esta polémica, cabe preguntarse por el estado de salud de los procesos regulatorios. El sistema se diseñó para conjugar varios objetivos: por una parte, el control y la legitimidad democrática de las medidas impulsadas desde el Gobierno; por otra, la capacidad del Ejecutivo para llevar a cabo sus políticas; y, además, un proceso abierto y transparente que permitiera a la sociedad conocer e influir en las reformas que se tramitan. La mecánica parlamentaria era una parte de un sistema político pensado para la gobernabilidad y la estabilidad. Todo ello ha entrado en barrena en esta legislatura.

Ya el Gobierno del PP tuvo que recurrir con más frecuencia de lo habitual al real decreto ley para sacar adelante sus propuestas, aunque también tuvo que dejar muchas por imposibles. Más difícil lo ha tenido Pedro Sánchez por el obstruccionismo de PP y Ciudadanos en la Mesa del Congreso. No se trata aquí de juzgar intenciones: los partidos políticos tratan de jugar las cartas que les tocan. En cualquier caso, el resultado es uno y muy claro: se ha empobrecido el proceso regulatorio.

Por una parte, los trámites parlamentarios se han desvirtuado. Si la Constitución exige que se justifique la urgencia del real decreto ley es porque se esperaba que se usara de forma excepcional. Al convertirse en un recurso legislativo de gobiernos débiles, se adultera el trámite parlamentario haciéndolo menos transparente y participativo. Algo parecido podríamos decir de la Mesa del Congreso. No está entre sus funciones -recogidas en el Reglamento de la cámara -dilatar plazos para evitar que se lleguen a votar determinadas iniciativas.

El hecho de que decaigan tantas iniciativas y que se puedan aprobar otras en periodo preelectoral introduce incertidumbre e inseguridad jurídica. Hasta 2015, una vez que se formaba Gobierno, era posible predecir qué reformas se iban a llevar a cabo. Sí, en ocasiones algunas no llegaban a aprobarse, pero esto se debía con frecuencia al debate social sobre su conveniencia. Era un signo de salud democrática y no de debilidad. El Ejecutivo, incluso con mayoría absoluta, cambiaba de opinión porque los distintos agentes (empresas, medios, ciudadanos) le hacían saber su punto de vista. Ahora, en cambio, parece que los gobiernos existen para sobrevivir un día más, y su agenda política queda sujeta a las necesidades de cada momento. Todo se vuelve impredecible y el debate social importa menos.

Todo esto es consecuencia de la fragmentación y polarización de la política española. Tenemos más partidos, están agrupados en bloques y enfrentados duramente. No parece que en un futuro cercano se vayan a tender puentes, lo que nos podría llevar a nuevas situaciones de bloqueo e inestabilidad. El 28 de abril celebraremos las terceras elecciones generales en menos de tres años y medio, y mirando las encuestas no cabe descartar que se tengan que repetir.

Es muy probable que todos -políticos y sociedad civil, ciudadanos y empresas -tengamos que adaptarnos a esta realidad. Es especialmente importante que contemos con los canales para comunicarnos con los representantes y mandatarios públicos, que podamos hacerles llegar las inquietudes y la experiencia de la sociedad. Se trata de evitar que se encierren en su mundo, cada vez más estresante, de intereses políticos a corto plazo. Si los bloques políticos se dan la espalda, tal vez desde fuera podamos acercar posturas y evitar parte de los efectos perniciosos de esta época de inestabilidad y turbulencias.