El tiempo político vuela y parece que fue ayer cuando Pedro Sánchez, entonces líder de la oposición, afeaba a Rajoy que se escondiera en campaña o incluso durante la legislatura. Ahora es el actual presidente del Gobierno el que ha decidido tener un perfil bajo, evitar un debate cara a cara con Casado y dosificar sus apariciones en público y en los medios. ¿Qué ha cambiado? ¿Acierta o se equivoca? No cabe duda que se trata de una estrategia deliberada que plantea riesgos si cunde una impresión negativa. Veamos primero los efectos positivos que, probablemente, Sánchez y su equipo esperan provocar.
Por una parte, se trata de una estrategia de corte presidencial. Son los aspirantes los que tienen que exponerse, los que necesitan el foco, los que tienen que multiplicarse. Quien gobierna, en cambio, tiene otras cosas que hacer además de buscar el voto. Tiene unas responsabilidades que atender y no puede dedicar todo su tiempo a lo que los ciudadanos perciben, hasta cierto punto, como un juego de políticos. Marca así la distancia que hay entre quien ocupa la Moncloa y quien aspira a instalarse en ella.
Si en algo coinciden todas las encuestas es en que el PSOE ganará las elecciones del 28 de abril. Sánchez va en cabeza y con tendencia al alza. Empieza a parecer posible que pueda gobernar incluso sin el apoyo de los independentistas. En estas circunstancias, lo principal es no cometer errores, y las probabilidades de equivocarse aumentan con la exposición pública. De hecho, cada día tenemos ejemplos de afirmaciones o propuestas de los candidatos que luego hay que matizar o corregir. Es algo casi inevitable: el que habla mucho, termina metiendo la pata.
La presencia de los líderes políticos en los medios convencionales y sociales ha aumentado en los últimos años incluso cuando no estamos en campaña, y se dispara en cuanto se acercan las elecciones. Esto produce en los votantes cierta fatiga y en los aspirantes cierto desgaste. Es algo que hay que medir bien y que Sánchez y su equipo están en condiciones de gestionar mejor. Los que van por detrás no tienen muchas opciones. Él, en cambio, puede permitirse cuidar su imagen.
Pero la estrategia también tiene sus riesgos. El primero sería que se le perciba como el césar en su palacio, como el líder que vive en su torre de marfil o incluso como la celebrity que se guarda para la exclusiva. En este caso, ya no estaría marcando las distancias con sus adversarios, sino con los votantes a los que corteja.
Esto produciría a su vez un problema de credibilidad. Los ciudadanos esperan de los líderes políticos que demuestren cercanía, o al menos que lo intenten. Durante el periodo preelectoral verán cómo muchos se esfuerzan, con mayor o menor fortuna, por bajar a la calle, mezclarse con la gente e interesarse por sus problemas. Si observan que es precisamente el presidente del Gobierno y candidato a batir el que evita el contacto directo, tal vez no tengan la indulgencia de atribuirlo a sus obligaciones, sino que podrían pensar que se debe a que ya no considera necesario tomarse la molestia. Como recordábamos más arriba, Sánchez criticó en su momento a Rajoy por hacer algo parecido a lo que él está haciendo ahora. Esto juega a favor de la imagen que la oposición quiere construir de él como alguien que no es de fiar.
Por último, como es sabido, el 28 de abril no se celebran en España un proceso electoral, sino 52, tantos como circunscripciones. Aunque el PSOE, si se cumple lo previsto, ganará en la mayoría de ellas, lo cierto es que hay escaños en juego en muchas provincias, escaños que se van a decidir por pocos votos. Los cabezas de lista locales suelen recibir con agrado la visita del líder nacional, y más aún cuando preside el Gobierno. Estos candidatos no quedarán muy satisfechos cuando sepan que Sánchez no los va a acompañar por una estrategia electoral decidida en Madrid y que a ellos no les favorece.
¿Le saldrá bien la estrategia a Sánchez y al PSOE? Sus rivales ya están intentando explotar los riesgos, pero también se arriesgan a cometer errores o a una exposición mayor de lo aconsejable. No hay decisión en política que no tenga un coste. Lo único que importa es el balance final, y eso depende muchas veces de cómo se gestione la decisión tanto como de la decisión en sí.